Somos el violeta aterciopelado de los lirios que peinan el ocaso de las primaveras fervientes de mayo, el eco ondulado de un piano viejo que pasea serpenteante como un borracho por las calles de París, ese perfume que, alguna vez, se asoció con un fragmento de la vida y que un día se presenta intruso como un chivato del pasado...
Somos la miel derretida en azúcar reflejada en los ojos de quien alguna vez nos miró, tres versos endecasilabos abandonados en el tintero de un poeta con el corazón roto, el aura dorada de los veranos de antaño que tuesta las mejillas de los jóvenes eternos...
Somos la fragancia húmeda que desprende el asfalto en los días donde las lágrimas de Ameonna duermen sobre las tejas de cerámica, el tintineo pensativo de la cucharilla que baila un vals de Strauss con la taza de café, las interminables, pasivas y frías noches de un diciembre que acumula retazos cansados y que trae promesas de un año mejor...
Somos el verde nostálgico del que se enamoró Lorca, el vaivén de un mar eterno que desprende su esencia de sal sobre las rocas y la arena y las costas infinitas de las ciudades de cristal, somos el recuerdo tardío de los amores que nos quisieron en algún punto cruzado y lejano del tiempo...
Al final, esto que somos y que nos compone y da forma y vida, es solo una maraña de sensaciones, sentimientos y memorias mezcladas en un alma protegida por carne. Y, ¿qué podríamos hacer en tal caso de haber sido regalados a este mundo interminable, más que experimentar en la carne las torturas y las victorias de la existencia sostenida por el alma? ¿No es mágico, casi abrumador, cómo cientos de miles de millones de años y polvo de estrellas nos dieron esta forma para que nosotros, en un instante concedido por pura bondad divina, podamos caminar por el milagro de la vida?